Mi relación con la serie Star
Wars es, digamos, un tanto peculiar. Y, seguramente por ello, con el cine en
general.
Todo empieza en 1977, o quizá 1978, o puede que algo
más... yo tendría entre 5 y 6 años, o puede que algo más... y se estrenó una
película de “marcianos”. Yo era entonces un niñ(o) obediente y retraído a quien
le fascinaba todo lo relacionado con el espacio, y al cual su padre le llevó al
cine a ver lo que entonces nadie podría haber apostado a que se convertiría en
uno de los referentes cinéfilos de la historia.
Total, que mi padre me lleva al
cine... y llegamos tarde. Así que entramos a la sala con la película ya
empezada, y yo recuerdo ver unas personas que se disparaban sin saber por qué,
unas naves espaciales súper chulísimas, unas espadas láser, un señor con un
casco negro que hablaba muy gravemente, y un planeta que explotaba. Y fin. Pero
como en aquella época existía la sesión continua (para los más jóvenes: podías
quedarte y ver la misma película todas las veces que quisieras hasta que cerrase el cine), pues me dijo mi
padre: “bueno, pues como no hemos visto el principio, vamos a quedarnos a
verlo, ¿no?”. Y eso hicimos.
Entonces comienza de nuevo la
película y aparecen unos letreros que dicen “Episodio IV”: ¿cómo que episodio
4, pensé yo? ¿pero qué nos hemos perdido? ¿entonces lo que hemos visto hasta
ahora eran los episodios del 1 al 3? ¡Pero si no ponía nada! En fin, que
aparece una especie de pastor en el desierto, con un coche súper chulo que
volaba (eso sí), unos músicos extraterrestres cuya alucinante melodía no
olvidaré jamás, unas naves espaciales, y... Entonces mi padre, quien a la vista
está veía aquello como una chiquillada sin sentido, me dice: “bueno, esta parte
ya la hemos visto, ¿y si nos vamos?”; yo jamás me atreví (ni me atrevo) a
contradecirle, así que nos salimos del cine. Si alguien le hubiese explicado a
mi padre que aquella película era en realidad un western, solo que ambientado
en una galaxia muy lejana... un western, como una de sus adoradas películas del
oeste de John Wayne y compañía... quién sabe, quizá le habría gustado, quizá
otro gallo hubiera cantado. Pero no, nos salimos del cine.
Así que, al salir del cine, mi
mente era un caos. De verdad, no entendí nada. Nada de nada.
Cuando volví al colegio, los
demás niños comentaban la película, que si era muy chulo Luke, o bien Obi-Wan o
¡ay, qué susto daba Darth Vader, pero cómo molaba! (entonces no se decía
“molaba”, claro). Pero yo no conocía a
ninguno de los personajes; recuerdo que me los mencionaban y yo no era capaz de
identificar a ninguno de ellos. Recuerdo también que alguno de mis compañeros
me preguntó que qué me parecía Darth Vader y yo dije algo así como “¿quién?”:
total, un follón.
Así que empecé a pensar que
solamente había dos explicaciones válidas para aquel dilema: una, que yo era
idiota y que no entendía algo tan fácil que los demás pillaban al vuelo
(fantástico para la autoestima, yu-hu), o dos: que aquella película era algo así
como lo que años después describiría como una obra de “arte y ensayo”, es
decir, un concepto metafísico en el cual el autor vuelca una serie de conceptos
tan abstrusos y elaborados que sólo unas pocas mentes privilegiadas pueden
digerir... un poquito Eisenstein, Tarkovsky, Bergman o Dreyer.
En fin, que una de dos: o yo era
tonta o me faltaba ver más cine. Recuerdo llorar por la noche pensando que
nunca más podría volver a ver aquella película (no había vídeos, ni
reposiciones, ni nada de nada, queridos millenials...). Así que me obsesioné
con el cine: ya que no podía entender aquello, sería yo quien fabricaría esas
hermosas películas, en las que las naves espaciales y la imaginación correrían
libres a sus anchas. Cuando me preguntaban que qué quería ser de mayor, yo
decía “director(a) de cine”. Y lo decía de verdad: yo quería hacer historias
como aquellas, que dejasen sin palabras y boquiabiertos a los públicos que las
vieran.
Pero también necesitaba
comprender aquello que mis compañeros de clase entendían perfectamente bien
pero yo no: así que necesitaba empaparme de las películas que veía, desde el
principio hasta el final, letras de crédito incluidas... a ver si era por eso
que yo no entendía las historias. Y memorizar actores, directores, compositores
de las bandas sonoras, ambientación, localizaciones...
Poco tiempo después, vi (esta sí
en orden) “Superman”, de Richard Donner con Christopher Reeve, y me hipnotizó:
un hombre volador, todopoderoso, cine-entretenimiento en estado puro, música
sublime (después conocí a John Williams y su enorme talento)... y me reconcilié
con el cine. Pero yo seguía necesitando más: seguía sin entender aquella
historia de pastores espaciales.
Para más inri, pasado el
tiempo emitieron en televisión “El imperio contraataca”, pero se conoce que me
pilló en época de salir con los amigos, y alguien me dijo “eh, ya la verás en
vídeo”... cosa que no llegó a suceder. Y tiempo después emitieron “El retorno
del Jedi”, la cual sí que vi, y aparte de no entender mucho, sí que me
reventaron uno de los mayores spoilers de todos los tiempos: “Yo soy tu
padre”... Quizá por eso odio los spoilers con toda mi alma. Quizá por eso odio
los trailers de las películas, y no quiero saber nada, absolutamente nada,
hasta que sea yo quien la ve, y que sea yo quien descubre los misterios
guardados por sus creadores. Quizá por eso, y por todo lo anterior, necesito ir
al cine con media hora de antelación, para hacer pis (una o dos veces), para
comprar palomitas sin prisa, para entrar, sentarme, colocar el abrigo, limpiar
las gafas (una o dos veces, o tres), y zambullirme en la película, como si
fuese lo último en la vida... y esperar a que salgan todos los títulos de
crédito, hasta el final, en donde pone eso de “ningún animal fue dañado...”
En fin. Que yo quería ser
director(a) de cine, quería volcar toda mi imaginación y fantasía en crear
historias maravillosas, que hiciesen soñar a las gentes, y que me permitiesen
expresar eso que yo quería: admiración, sorpresa, estupor, maravilla,
escalofrío, llanto, identificación... fascinación, otra vez. Pero la
educación..., católica, apostólica, romana..., se encargó de ir limando,
puliendo, recortando, esa imaginación, y finalmente no dirigí cine, sino que me
convertí en un chico lógico, cuadradito, recortadito y educadito de los que
gustan a la sociedad; crecí de forma educada y respetuosa, hice una carrera de
esas que (dicen que) dan dinero y me gané la vida de manera civilizada,
productiva y silenciosa... Hasta que... (eso es otra historia).
Tengo en la cabeza gigabytes de
información inútil sobre directores, actores, guionistas, compositores,
maquilladores, iluminadores... que no me servirán para nada, salvo que me
vuelva a llamar (ay...) Jordi Hurtado. En el mejor de los casos, me ayuda a
ganar cuando jugamos al Trivial Pursuit, pero seguramente ocupa un espacio
valiosísimo en mi cabeza que más me serviría para recordar, por ejemplo, qué
comí ayer.
Así que yo, sintiéndolo mucho, no
soy de Star Wars, ni puedo serlo. Mi trayectoria me lo impide. Pero amo el
cine; de manera caótica, destructiva y muy friki, pero lo amo.
Y soy trekkie, soy de Star Trek.
Y adoro a Spock. Tan lógico, cuadradito, recortadito y educadito, de los que
gustan a la sociedad.
PD: tiempo después, vi la saga de
Star Wars entera, en orden, con calma y en silencio...: aún tengo la sensación
de que se me escapa algo, que no entiendo del todo la historia...